KIERKEGAARD. El egoismo del NUNCA ME LO PERFONARÉ.

CITA. TRATADO DE LA DESESPERACIÓN. Kierkegaard. Este hombre protestará quizá con palabras cada vez más fuertes, por toda la tortura de su recaída, de cómo le arroja en la desesperación. «Nunca me lo perdonaré», dice. Y todo, para traduciros el bien que hay en él, la bella profundidad de su naturaleza. Ahora bien, no es más que mistificación. En mi descripción, expresamente, he incluido el «nunca me lo perdonaré», una de esas frases, precisamente, que de ordinario se estrecha en semejantes circunstancias. Esa frase, en efecto, os coloca de inmediato de aplomo en la dialéctica del yo. Nunca él se perdonará... pero si entonces Dios quisiera hacerlo, ¿tendría la maldad, él mismo, de no perdonarse? En realidad, su desesperación del pecado -sobre todo cuando hace gala de expresiones denunciándose (sin pensar en ellas para nada), cuando dice que «no se perdonará nunca» por haber pecado de esa manera (palabras casi opuestas a la humilde contrición que ruega a Dios el perdón)-, su desesperación indica tan poco el bien que, por el contrario, señala más insensatamente el pecado, cuya intensidad proviene de que uno se hunde en él. De hecho, cuando se esforzaba en resistir a la tentación, juzgó que se hacía mejor de lo que es realmente; se ha puesto orgulloso de sí mismo y su orgullo está ahora interesado en que el pasado sea perfectamente terminado. Pero su recaída, de pronto, hace de ese pasado toda su actualidad. ¡Llamado intolerable a su orgullo! De aquí ese entristecimiento profundo, etc. Tristeza, evidentemente, que da la espalda a Dios, que no es más que una simulación de amor propio y de orgullo. Cuando en primer lugar debería darle humildes gracias por haber apoyado durante tanto tiempo a su resistencia, y confesarle luego, y confesarse a sí mismo, que ese socorro ya excedía su mérito y, finalmente, humillarse al recuerdo de lo que fue. Aquí, como en todas partes, la explicación de viejos textos edificantes desborda de profundidad, experiencia e instrucción. Enseñan que Dios, a veces, permite al creyente un paso en falso y la caída en alguna tentación... precisamente con el fin de humillarlo y fortificarlo de este modo más en el bien. ¡El contraste de su caída y de sus progresos en el bien, quizá considerables, es de tanta humillación! ¡Y constatarse idéntico a sí mismo es de tal dolor! Cuando más se eleva el hombre, más sufre cuando peca, y mayor riesgo hay si se carece de cambio; la menor impaciencia, incluso, lo tiene. Quizá se hundirá de pensar en la más negra tristeza... y algún loco director de almas estaría completamente listo, entonces, para admirar su profundidad moral, toda la potencia del bien en él... ¡como si eso fuera bien! Y su mujer, ¡la pobre!, se siente humillada junto a semejante marido, serio y temeroso de Dios, a quien el pecado entristece tanto. Acaso sostiene propósitos aun más engañadores, acaso en lugar de decir: nunca podrá perdonármelo (como si ya se hubiera perdonado de los pecados él mismo: pura blasfemia), diga solamente que Dios nunca podrá perdonarle. ¡Ay! También aquí no hace más que embaucarse. ¿Su pesar, su preocupación, su desesperación? Simple egoísmo (como esa angustia del pecado, en la cual la misma angustia os arroja en ella, puesto que es amor propio que quiere enorgullecerse de sí mismo, ser sin pecado)... y el consuelo es su necesidad menor y es por esto que las enormes dosis que administran los directores de almas no hacen más que empeorar el mal.

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