La desesperación de los cuerpos Danone. Kierkegaard.
Estaba leyendo el siguiente fragmento del Tratado de la desesperación de Sören Kierkegaard. A mi entender habla de la desesperación de la gente que se cree feliz por sus placeres sensuales como sexo, viajes, bebida y comida, espectáculos deportivos, cine, ópera y demás placeres de los sentidos... y tienen un alma corporal a través del cual creen disfrutar de la vida y desconocen que tienen un yo ante Dios ignorando así mismo su propia desesperación. No se identifican con sus pensamientos que forman el espíritu ante Dios sino con los placeres de sus cuerpos efímeros.
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Este estado, al cual con todo derecho se trata de desesperación y que no deja de serlo,
expresa por eso mismo, pero en el buen sentido del término, el derecho de argucia de la
Verdad. Veritos est índex sui et falsi. Pero se subestima ese derecho de argucia, lo mismo que
los hombres, generalmente, distan mucho de considerar como bien supremo la relación con lo
verdadero, su relación personal con la verdad, como también están lejos de ver con Sócrates
que la peor de las desgracias es hallarse en el error; muy a menudo en ellos los sentidos
predominan mucho más ampliamente que la intelectualidad. Casi siempre, cuando alguien
parece feliz y se vanagloria de serlo, en tanto que a la luz de lo verdadero es un desventurado,
se halla a cien leguas de desear de que se lo saque de su error. Por el contrario, se enoja y
considera como a su peor enemigo a quien se esfuerce en tal cosa, y como un atentado y casi
como un crimen a esa manera de comportarse y, como se dice, de matar su felicidad. ¿Por
qué? Pues porque es víctima de la sensualidad y de un alma plenamente corporal; porque la
vida no conoce más que las categorías de los sentidos: lo agradable y desagradable, y envía
de paseo al espíritu, la verdad, etc... Porque es demasiado sensual para tener la valentía, la
paciencia de ser espíritu. A pesar de su vanidad y fatuidad, los hombres no poseen de or-
dinario más que una idea bastante pobre, o incluso ninguna, de ser espíritus, de ser ese
absoluto que el hombre puede ser; pero vanidosos e infatuados, ciertamente lo son... entre sí.
Imagínese una casa en cada uno de cuyos pisos -subsuelo, planta baja, primer piso- se
alojaran distintas clases de habitantes y que entonces se comparara la vida en esa casa: en tal
oportunidad veríase preferir todavía -tristeza ridícula- a la mayoría de las gentes el subsuelo
en esa casa propia. Todos somos una síntesis con destino espiritual; esa a nuestra estructura;
¿pero quien no quiere habitar el subsuelo, las categorías de lo sensual? El hombre no sólo
gusta vivir allí de la mejor manera posible; gusta de ello a tal punto, que se enoja cuando se le
propone el primer piso, el piso de los amos, siempre vacío y que le aguarda, pues después de
todo la casa entera es suya.
Sí, estar en el error es lo que menos se teme, a diferencia de Sócrates. Hecho que ilustran,
en amplia escala, asombrosos ejemplos. Tal pensador eleva una construcción inmensa, un
sistema, un sistema universal que abarca toda la existencia y toda la historia del mundo, etc., -
pero, observando su vida privada, se descubre con sorpresa ese ridículo enorme de que él
mismo no habita en ese vasto palacio de altas bóvedas, ¡sino en una granja de al lado, en una
choza o, a lo sumo, en la portería! Y si se arriesga una palabra para hacerle notar esa
contradicción, el pensador se enoja. ¡Pues que le importa vivir en el error, si logra terminar su
sistema... con ayuda del error!
¿Qué importa pues que el desesperado ignore su estado? ¿Acaso desespera menos? Si esa
desesperación es extravío, ignorarlo le agrega aun el hecho de estar a la vez en la
desesperación y en el error. Esta ignorancia es a la desesperación como ella es a la angustia
(véase El Concepto de la Angustia, de Vigilius Haufniensis);1
la angustia de la nada espiritual
se reconoce, precisamente, en la seguridad vacía del espíritu. Pero la angustia está presente en el fondo, lo mismo que la desesperación, y cuando el encantamiento de los engaños de los
sentidos termina, desde que la existencia vacila, surge la desesperación que acechaba oculta. Al lado del desesperado consciente, el desesperado sin saberlo está alejado un paso
negativo más de la verdad y de la salvación. La desesperación misma es una negación, y la
ignorancia de la desesperación es otra. Pero el camino de la verdad pasa por todas ellas; aquí
se da, pues, lo que dice la leyenda para romper los sortilegios: hay que representar toda la
pieza al revés, si no, no se rompe el encanto. Sin embargo sólo en un sentido, en dialéctica
pura, el desesperado sin saberlo está más lejos realmente de la verdad y de la salvación que el
desesperado consciente, que se obstina en seguir siéndolo; pues en otra acepción, en
dialéctica moral, aquel que sabiéndolo permanece en la desesperación, está más lejos de la
salvación, puesto que su desesperación es más intensa. Pero la ignorancia está tan lejos de
romperla o de transformarla en no-desesperación que, por el contrario, puede ser su forma
más preñada de peligros. En la ignorancia, el desesperado está garantizado en cierto modo,
pero en propio detrimento, contra la conciencia, es decir que está en las garras firmes de la
desesperación.
En esta desesperación el hombre tiene poca conciencia del espíritu. Pero precisamente esta
inconsciencia es la desesperación, sea ella, por lo demás, una extinción de todo el espíritu,
una simple vida vegetativa o bien, una vida multiplicada, cuyo fundamento, sin embargo,
continúa siendo desesperación. Aquí, como en la tisis, cuando el desesperado se siente mejor
y se cree más sano, y cuando su salud os parece quizá floreciente, el mal es peor que nunca.
Esa desesperación que se ignora es la forma más frecuente del mundo; ¡sí!, el mundo,
como se le llama, o para ser más exacto, el mundo en el sentido cristiano: el paganismo y en
la cristiandad el hombre natural; el paganismo de la antigüedad y el actual, constituyen
precisamente ese género de desesperación, la desesperación que se ignora. El pagano, es
cierto, como el hombre natural, distingue, habla de estar o no estar desesperado, como si la
desesperación no fuera más que un accidente aislado de algunos. Distinción tan falaz como la
que hacen entre el amor y el amor a sí mismo, como si entre ellos todo amor no fuera en su
esencia amor a sí mismo. Distinción, no obstante, de la cual nunca han podido ni podrán salir,
pues lo específico de la desesperación es la ignorancia misma de su propia presencia.
Por consiguiente, para juzgar de su presencia, es fácil ver que la definición estética de falta
de espíritu no provee el criterio; nada más normal, por otra parte; ya que la estética no puede
definir en qué consiste realmente el espíritu, ¿como puede ser capaz de responder a una
cuestión que no le concierne? Sería también una estupidez monstruosa negar todo lo que el
paganismo de los pueblos o de los individuos ha realizado de asombroso para eterno
entusiasmo de los poetas; negar las proezas que ha brindado y que jamás la estética admirará
bastante.
Asimismo sería locura negar la vida plena del placer estético que el hombre natural y el
pagano han podido o pueden realizar utilizando todos los recursos favorables a su
disposición, con el gusto más refinado, haciendo incluso servir el arte y la ciencia a la
elevación, el embellecimiento, el ennoblecimiento del placer. La definición estética de falta
de espíritu no da, por lo tanto, un criterio para determinar la presencia o no de la
desesperación, y hay que recurrir a la definición ético-religiosa, a la distinción entre el
espíritu y su contrario, la ausencia de espíritu. Todo hombre que no se conozca como espíritu,
o cuyo yo interno no ha adquirido conciencia de sí mismo en Dios, toda existencia humana
que no se sumerja así límpidamente en Dios y que se base nebulosamente en cualquier
abstracción universal (Estado, Nación, etc.), o que ciega para sí misma, no vea en sus
facultades más que energías de fuente mal explicable, y acepte su yo como un enigma rebelde
a toda introspección, toda existencia de este género, por asombroso que sea lo que realice, lo
que explique, incluso el universo, por intensamente que goce de la vida en esteta, incluso
semejante existencia es desesperación. Era este el pensamiento de los Padres de la Iglesia
cuando trataban de vicios brillantes a las virtudes paganas, queriendo decir, mediante esa
afirmación, que el fondo del pagano era la desesperación y que el pagano no se conocía ante
Dios como espíritu. De aquí también provenía (por tomar como ejemplo este hecho
íntimamente ligado sin embargo a todo este estudio) esa extraña ligereza del pagano para
juzgar e incluso para elogiar el suicidio. Pecado del espíritu por excelencia, evasión de la
vida, rebeldía contra Dios. A los paganos les faltaba comprender al yo tal como lo define el
espíritu, y de aquí deriva su opinión sobre el suicidio; y no obstante, eran ellos quienes
condenaban con tan casta severidad el robo, la impudicia, etc... Sin relación con Dios y sin
yo, les faltaba una base para juzgar al suicidio, cosa indiferente desde el punto de vista que
sostenían, pues nadie debía rendir cuentas sobre sus acciones libres. Para rechazar el suicidio,
el paganismo hubiera tenido que efectuar un largo rodeo, demostrar que consistía en violar
los deberes con respecto a otro. El crimen contra Dios, que es el suicidio, es un sentido que
escapa enteramente al pagano. Por lo tanto no se puede decir, cosa que sería invertir
absurdamente los términos, que en él el suicidio era desesperación; pero se tiene derecho a
decir que su misma indiferencia sobre este punto lo era...
Aún queda sin embargo una diferencia, una diferencia de cualidad, entre el paganismo de
otrora.
El desesperado consciente, pues, no debe saber y nuestros actuales paganos, aquella que
Vigilius Haufniensis, a propósito de la angustia, ha destacado; si el paganismo no conoce el
espíritu, sin embargo está orientado hacia él, en tanto que nuestros modernos paganos sólo
carecen de él por alejamiento o traición, lo que es la verdadera nada del espíritu.
TRATADO DE LA DESESPERACIÓN. Sören Kierkegaard
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